Llega la tormenta y nos sorprende

Sabíamos que hoy por la tarde llegaría una tormenta, y nos ha seguido extrañando verla caer, llenando de granizo los balcones, repicando sobre la lámina metálica de los días de agosto, que aguardan silenciosos a que el sol descanse, que bullen de grillos tras las copas de los árboles, uno tras otro. Nos sorprende que acabe o se interrumpa o se postergue lo infinito, lo constante, lo inevitable, y le damos la bienvenida a lo nuevo. Así funciona el tiempo, dándonos impulso como una corriente invisible.

Así funciona también el aburrimiento. Duerme en todos lados, espera un tiempo para desperezarse, nos aguarda. Puede minarnos o puede guiarnos, así lo entendemos después. Cuando uno está dentro del aburrimiento, el día se disgrega y todo adquiere interés y lo pierde.

Estoy leyendo, entre otros libros, una antología de columnas de Eduardo Jordá. Me gusta tenerla cerca. Cuando dejo de hacer algo tomo el volumen, lo abro, leo unos minutos, sentado o de pie, lo devuelvo a su sitio y paso a hacer otra cosa. Después de almorzar, después de cenar, antes de lavarme los dientes, cuando me despierto de la siesta, antes de salir a la calle, antes de dormirme.

El libro es un cajón del que extraigo un título, un tema, una imagen, y sus hilos arrastran una caracola, una canica, un juego de ingenio, una piedra con forma de riñón, una concha, un sello de la Inglaterra eduardiana, unos hijos, una carta de renuncia, una foto cubierta de moho o quemada, una mano vacía a la que el ojo y la imaginación atribuyen peso, significado. He descubierto que disfruto teniendo a mano un libro en el que, en poco tiempo, aprenda algo nuevo, alguien me cuente algo, una breve historia, una anécdota o un recuerdo. Con esto tengo para seguir viviendo.

Me viene bien, sobre todo en estos días que son el desierto en que el aburrimiento tiene su reino. Uno puede dormir toda la mañana y, después de comer, tirarse tumbado toda la tarde, pensando en nada. Todo está roto, y me agarro a esas balizas que articulan el vacío para tomar aliento y seguir mi rumbo sin rumbo. El calor dilata el espacio, y lo hace también con el tiempo, agranda este párrafo, y es como si las horas perdieran su telilla o velo protector y se esparcieran por las habitaciones de la casa, se entremezclaran, perdieran su nombre para tomar el de las otras. Pensamos que son las cuatro y son las siete, queremos cenar y son las seis, madrugamos a las doce, nos acostamos a las cuatro. Todo lo habita un aire espeso, un puré que se adhiere al cuerpo. Lo absorbemos, nos adormece. La propia estructura de mi texto, que trato siempre de cuidar, se arruga y desdobla, pierde el ritmo, se llena de puntos y de comas como se llena la piel de granitos por pasar horas bajo el sol. Estos párrafos gotean, pringosos. Estos párrafos se evaporan.

Llego a una obvia constatación. No podemos hacer nada con el tiempo, el tiempo nos atraviesa y atravesamos el tiempo. ¿Qué cambiará de mi día por escribir estas palabras? ¿Qué harán estas líneas, que no existen, con mi tiempo? ¿Cómo influirán en tu idea del tiempo? ¿Cuándo te cansarás de verme no decir nada?

Breve

Todos los domingos, cuando voy a comer a casa de mis padres, aprovecho para leer, antes de quedarme dormido, unas páginas de los diarios de Uriarte, que me esperan en una mesita plegable, en un cuarto con libros hasta el techo.

En las páginas de 2005, Uriarte menciona de pasada su «incapacidad para discurrir lento y en serio». Acostumbrados a la atención fragmentaria y sostenida en que se basan los móviles y sus apps, estamos cambiando nuestros cerebros, aunque supongo que estos no son tan plásticos como tememos, y que sólo en ciertos aspectos superficiales se perciben estas transformaciones.

Pese a todo, sí veo en la literatura una tendencia a lo breve, aunque hay que ser cauto al llegar a este tipo de conclusiones. No me tomo en serio, por ejemplo, esas estadísticas que advierten de que los libros editados en España tienen cada vez menos páginas de media. Sigo viendo novelones en las librerías, y aun más importante, en las manos de los lectores.

Sí creo ver ciertas señales de esta brevedad en la irrupción de una generación de poetas, nacidos todos entre los 90 y los 2000, que han sucedido, afortunadamente, a los escritores de lo que a mí me gusta llamar «poexía». Llamo así a todo aquel texto, absolutamente olvidable, que se vende como poesía y que, pareciéndolo, no lo es.

También encuentro huellas de esta impaciencia de nuestra percepción y memoria en el interés que, al menos en mí, han despertado los diarios de Uriarte, llenos de apuntes ingeniosos, de cotilleos y de dardos. Este último caso, el de unos diarios escritos hace años, es paradójico, porque siendo su aparente terreno la prisa, sólo el tiempo basta para que estos textos adquieran el tono y el peso de lo verdadero o, al menos, de lo pertinente. Leer estos mismos diarios en un blog o, mucho peor, en las columnas de un periódico, nos haría sospechar de su papel secundario o de su servidumbre ante los temas de actualidad del momento, siempre tan caducos. Quizás por eso me gusta tanto Cuartango, que un día cualquiera te cuenta que se ha acordado de la camisita que llevaba cuando niño y que se ha encontrado, hundida y oscura, en un armario.

Digo todo esto porque se suele mirar mal este gusto por lo breve, o se tilda de derrota o atrofia. No importa que esto último sea cierto (no lo es), pero creo que sí importa algo que con demasiada facilidad olvidamos: que reconocer un cambio, cualquier cambio, es admitir que estamos ante una promesa. Al misterio de la vida y del futuro incorporamos un nuevo misterio, quizás más poderoso: el del pasado que muere.

Somos precisamente nosotros, los nacidos desde finales de los 80, los que estamos matando, día a día, a un pasado que no encaja en nuestro presente y que, forzándonos a admitir sus obsoletas enseñanzas, nos deja entre los dedos estrechos porvenires. Y el porvenir, por definición, debe ser ancho. Tal vez estemos viviendo una nueva poética. Breve o larga, importará que sea nuestra.

Los peligros del lenguaje

Me llamó la atención al leerla la frase «un galeón cargado de esclavos». No importa si el recuerdo es exacto, si el galeón era una carabela o si los esclavos eran sacos de pólvora y clavos, sino el impacto de esas palabras en mi interés y mi memoria.

Su significado importa, pero no importa en el recuerdo, porque uno entiende que la frase «un galeón cargado de esclavos» habla de un barco de madera y gran calado lleno de negros encadenados, pero poco después olvida lo que ha leído porque algo más ha llamado su atención.

Lo que ha hecho que el lector recuerde una frase entre tantas otras es el sonido de esas palabras en su cabeza, sus vibraciones invisibles. «Un galeón cargado de esclavos» es una frase rotunda, antigua y aromática, hermosa a su modo. Nos inspira y nos cautiva, pese a hablarnos del sometimiento de unos hombres a manos de otros. Algo en nosotros nos dice que debe haber ética en la estética.

Los totalitarismos crecieron también con la levadura del lenguaje. Se ubica en esos años la estetización de la política y la politización de la estética. Había en quienes promulgaban órdenes radicalmente nuevos un fuerte aliento poético, y sospechamos que este fue más efectivo para embaucar a los cultos y ociosos que a los iletrados. Echamos de menos su ímpetu los que vivimos entre el hastío y el pesimismo.

Debe buscarse siempre el punto medio entre el aburrimiento y la fascinación. Si optamos por lo primero, mueren las palabras. Si optamos por lo segundo, muere nuestra humanidad. Debemos escribir, y vivir, sobre una red que nos permita escurrir el agua estancada y conservar, entre sus hondos vacíos, los peces, las joyas, a nosotros mismos.

Arrabal y Uriarte me cuentan algo

En dos días he leído dos frases casi idénticas en boca de dos personas que, creo, ni se conocen ni se han leído nunca. En una entrevista en Jot Down Fernando Arrabal se lamenta o quizás celebra que los pintores vivan en grandes casas y estudios, mientras que los escritores se limitan a habitar fríos y oscuros cuartos y buhardillas. Lo mismo, casi casi con las mismas palabras, escribe Iñaki Uriarte en sus diarios.

Salvo pocas excepciones, de las que, por ser pocas, se hace mucho bombo, escribir liga al que escribe con penurias que el pintor esquiva, no se sabe muchas veces cómo. Incluso en los que, como Van Gogh, vivieron en una pobreza absoluta, sin vender apenas, todo lo que trae consigo esa pobreza es visto como algo positivo –el aire libre, un dulce nomadismo– mientras que la escritura lo enturbia todo. He oído muchas veces que es más fácil escribir triste, o que lo escrito bajo los efectos de la tristeza es mejor, pero jamás lo he oído de la pintura, que puede ser tenebrosa y en ocasiones terrorífica, pero que encierra siempre, aun en casos como los de Schiele o Tanguy, la promesa de la felicidad, de la voluptuosidad, de la exuberancia.

La escritura es la obsesión que dirige estas entradas desde hace muchos años, o es quizás el horno en el que arden las verdaderas obsesiones, o el humo que ese horno escupe lejos de mi alcance y que escruto con torpeza. Había abandonado estas entradas con la esperanza de aplicar mis futuros pensamientos e imágenes a futuros libros. Así ha sido, pero no como yo lo esperaba. Dejar de escribir aquí equivalió, a su manera, a dejar de escribir, a oxidarme.

Y como la polilla a la luz de una bombilla desnuda vuelvo de nuevo a un lugar en el que, cada vez más, encuentro más ecos y reflejos y menos novedades. Todo aquí me asegura que todo se repite y se seguirá repitiendo y que, igual que dos autores en dos medios y tiempos y países distintos se han encontrado en una feliz e improbable coincidencia ante mis ojos, yo puedo encontrarme conmigo mismo ahora, para seguir escribiendo en el punto en que dejé de hacerlo hace años, y hacerlo como si esta interrupción no hubiera existido. Porque no ha existido, supongo.

La fascinación de los espejos

No he leído a Dante, pero sí he leido en Twitter que Dante escribió: «No hay dolor más grande que el recordar los tiempos felices en medio de la desgracia». Yo creo que hay un dolor aún mayor. Pero lo contaré luego.

Antes quiero acordarme de algo que leí en otro sitio. Quienes han estado a punto de morir en la mesa de un quirófano dicen en ocasiones que en ese momento, sedados por la anestesia general, rodeados de cables y de manos de cirujanos, removidos por esas arañas de plástico verde que les hurgan las tripas, allí, de puntillas sobre el último umbral, sobre ese horizonte horizontal, se han visto a sí mismos. Juran que no es un sueño, que es algo más o algo menos que un sueño, que se han visto a sí mismos desde las alturas fluorescentes del techo, como si el muerto fuera otro.

Yo he sentido muchas veces ese desdoblamiento, esa conciencia sobre la propia conciencia. He pensado en mí mismo pensando, me he mirado a mí mismo y al mismo tiempo he pensado en otro, he estado convencido de que pensaba en otro. Sé que es complicado. No hay palabras sencillas ni formas agradables de referirme a todo esto.

Quizás valgan las metáforas, los síntomas de una imaginación enferma: un perro que se mira en el espejo y no sabe que se mira, la hoja que inclinada se refleja en el agua, viento olvidadizo de los ríos. Todo lo que ocultan nuestras huellas en las redes sociales: todos los intentos previos, todas las poses que ensayamos antes de la pose final que nos defina para el mundo y para nosotros.

Una mezcla de todo esto es lo que me ha hecho pensar que hay algo peor que recordar los tiempos felices en medio de la desgracia. Es peor recordar los tiempos felices en medio de los tiempos felices.

Porque hasta nuestro propio rostro se nos hace casi siempre esquivo. Porque, hagamos lo que hagamos, le vamos a ver la espalda a la dicha hasta que un día, guardada por no se sabe quién para nosotros, mojada por la lluvia y los años, nos la vamos a encontrar perdida en un cajón o encima de un armario o a la vuelta de una esquina, como una carta que alguien nos escribió y que tiene la tinta corrida, nos la vamos a encontrar y nos va a encontrar, vamos a leer lo que fuimos y no vamos a entender un carajo.