Los peligros del lenguaje

Me llamó la atención al leerla la frase «un galeón cargado de esclavos». No importa si el recuerdo es exacto, si el galeón era una carabela o si los esclavos eran sacos de pólvora y clavos, sino el impacto de esas palabras en mi interés y mi memoria.

Su significado importa, pero no importa en el recuerdo, porque uno entiende que la frase «un galeón cargado de esclavos» habla de un barco de madera y gran calado lleno de negros encadenados, pero poco después olvida lo que ha leído porque algo más ha llamado su atención.

Lo que ha hecho que el lector recuerde una frase entre tantas otras es el sonido de esas palabras en su cabeza, sus vibraciones invisibles. «Un galeón cargado de esclavos» es una frase rotunda, antigua y aromática, hermosa a su modo. Nos inspira y nos cautiva, pese a hablarnos del sometimiento de unos hombres a manos de otros. Algo en nosotros nos dice que debe haber ética en la estética.

Los totalitarismos crecieron también con la levadura del lenguaje. Se ubica en esos años la estetización de la política y la politización de la estética. Había en quienes promulgaban órdenes radicalmente nuevos un fuerte aliento poético, y sospechamos que este fue más efectivo para embaucar a los cultos y ociosos que a los iletrados. Echamos de menos su ímpetu los que vivimos entre el hastío y el pesimismo.

Debe buscarse siempre el punto medio entre el aburrimiento y la fascinación. Si optamos por lo primero, mueren las palabras. Si optamos por lo segundo, muere nuestra humanidad. Debemos escribir, y vivir, sobre una red que nos permita escurrir el agua estancada y conservar, entre sus hondos vacíos, los peces, las joyas, a nosotros mismos.

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