Del Arte

Vicente FerrerMirándole sobre la cama recordé todo el tiempo pasado. Miré por la ventana, oliendo las fragancias perdidas en libros de Rabindranath Tagore, poeta del amanecer y el otoño, bebiendo del sol que lamía los baldosines crudos de la humilde sala de hospital.

En el momento en que murió, podrían haber explotado las cuerdas de mis ojos, podridos y áridos, para que revivieran ante el príncipe que zarpa. Caído con plomos bajo el Ganges, o sobre flores deslizadas por el agua, se fue. Lo cierto es que se ha ido. El príncipe de pelo blanco se ha ido como un zarpazo.

Verle la coronilla me recuerda al huracán que asola la tierra. Un huracán ya ajado, que logró empujar durante kilómetros las columnas hindúes de miles de tigres, rugiendo y salpicando los caminos con sus peticiones y sus protestas.

Verle ahora, acaso ya no él, sino un recuerdo reflejado en mí mismo, ya no se mueve, ya no mueve, y sin embargo conmueve. Conmueve a los que en él, como yo, vimos desde hace décadas su broncíneo palpitar. De la tierra bailaban vitales raíces de escuelas y pozos, y con ellos niños, agua, sangre fluyendo por sus galerías porticadas. Lejos del Taj Mahal, lejos del amor perdido de Mumtaz Mahal, muerta bajo fastuosos delirios de mármol, el viejo descubre ahora su rostro, alejando de sí mismo el poder de sangrar la tierra, esparciéndolo por las tumbas que ya no verán la oscuridad, modesto en su altísima voz de Maharajá.

Acaso vi un chispazo de energía saliendo de mi ser, una pena incorformista, malcriada, palpitando cruelmente en su lenguaje gutural que no, que no era posible, pero pasó. Pasó por mi consciencia adormilada, alienada, que se debate y agita entre cuerdas de acero por liberarse de la corriente, por ser salmón, colorado como el tomate de Pablo Neruda, magnánimo en su pobreza. El viejo es el tomate. Yo apenas soy una alcachofa, recluida entre escudos que no son míos.

El juramento de los Horacios (Jacques-Louis David, 1784)En la pobreza vemos nuestra riqueza… y seguimos caminando. Ahora, mirando por la ventana, observo a un niño llevando de la mano a un tigre. Alarga su brazo vibrante, y acaricia el lomo. Es la fuerza controlada, el Hércules indio, San Jerónimo, el saber. Y pensé en la fuerza del tigre, del pueblo. El pueblo que hoy duerme en las ciudades de cieno, aquellas ciudades que tanto angustiaron a Lorca, aquellas ciudades que se ahogan en otros pozos, más brillantes y profundos, donde uno a uno se acumulan perdidos recuerdos futuros, solitarias musas anhelantes, lágrimas que el Arte derrama sobre un lecho de hierba naranja, pues atardece. Vuelvo a mirar. Sobre la almohada, el ex jesuita ya no existe. Ahora es. Ahora es, filtrándose por la vaga y perezosa consciencia de los que, como yo, aún seguimos siendo esclavos de una única visión. Pero quedan aquellos que luchan contra esta corriente, saltando al otro lado de la muerte, allí donde Caronte no nos puede alcanzar, revitalizados vívidamente por quienes nos lean, nos oigan, nos sientan, por quienes admiren aquello que hagamos. ¡Me lo suplico a mí mismo! ¡Crea! ¡Crea! Y el desaliento acude, sí, acude, pero el arte es mucho más fuerte. El amor es el arte hecho vida. El arte en sí es la consecución de la máxima potencia del ser humano, convirtiendo a un viejito oxidado en un líder atávico que lucha contra mamuts, a un humilde niñito en el Hércules de Lisipo, en la mirada de la Atenea de Fidias, en el orgullo de la Niké rodia, en el valor que contemplo atento en El juramento de los Horacios, en la desesperada figura que en El grito desea, impotente, la huida de la ceñuda pestilencia moral que le rodea.

Esta aria desesperada que vibra en mi garganta no logra encontrar el camino de la representación pura. Si pudiera transportar dulcemente las lágrimas dormidas de mi pecho a la libertad del papel, al vasto campo donde habitan las almas perdidas de las musas hundidas, ¡qué gozo sentiría! ¡Cuántas serían las palabras de amor que lograría expresar, cuántos los cobrizos crujidos que conseguiría arrancar de mi húmedo cuerpo, que tal mantillo recubre mi alma de una pátina que hace brillar lo inane! ¡Quién pudiera extenderse en el tiempo y la memoria cual hizo el viejito huracanado, el tigre sabio de Anantapur! Mientras tanto, dejo de mirar al niño y el tigre, pues vuelvo a sentir la inmovilidad. Ni siquiera un leve destello en el aire limpio de la noche. Presiento que no debo cerrar los oídos ante las musas que me llaman desde el pozo, pues la grave fuerza del olvido podría apartarlas de mi senda. ¡Arte, ayúdame a hacer que brillen los muertos ahogados, las lámparas oxidadas, los velámenes deshilachados! Considérame tuyo, ahora que sé lo que es vivir para siempre.

El grito (Edvard Munch, 1893)Siento un dolor de tambores en el pecho. Hoy se nos ha ido un suspiro en vida. Alcemos las voces, pues, nosotros, que estamos vivos. Ésa es la roca que romperá el cristal de la libertad, aunque ésta haya sido teñida por la negra luz de la utopía perdida. Ni el tiempo, ni la memoria, ni la utopía, ni la vida, se perderán, mientras que haya un par de crispados pulgares que se claven en los dedos del que quiera cortarlos. Como oí en alguna ocasión de lugar perdido, «la lectura es el mejor arma contra el fascismo». El arte es mi mejor arma contra la pestilencia moral que me rodea. Pero no, mi boca no se abre. Intento apartar al Mefistófeles desacralizado de mi lado, pero a veces me quedo clavado, con los labios grapados y los brazos colgones, quebrando el cuello y destilando miel negra por las orejas. Y Beatrice me ve reflejarme en sus ojos de María de Metrópolis, con sus antagónicos amores, y las cuerdas comienzan a aflojarse. Debo dar el último tirón, deseo conocer, comprender, saber. Para no volver a observar al cuerpo muerto en su habitación, para no volver a contemplar desde el otro lado de la ventana la vitalidad y fuerza de la sabia juventud que domina las terribles fuerzas de la apatía. Un rugido en mi noche de petróleo, eso es lo que necesita mi corazón.

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