La otra noche, durante la final de la Copa del Rey, dos jugadores rivales saltaron para cabecear un balón dividido. Uno sacó demasiado el brazo y golpeó al otro en el cuello. Mientras este se revolcaba de dolor en el suelo, el árbitro pitó falta, pero no sacó ni siquiera tarjeta amarilla. Rebotado, el doliente delantero se abalanzó sobre él, gritándole cuatro barbaridades y abriendo mucho los ojos. Se le marcaron las venas del cuello, de la frente, hasta del blanco de los ojos. Un completo energúmeno, una ménade empapada del furioso alcohol de la victoria. El comentarista, sentado en su cabina, dijo: «Todo carácter».
El carácter, pensé al oírlo, no es eso. Me acordé de algo que aprendí en bachillerato en clase de Filosofía, una imagen sencilla como una copla o un cuento infantil: Platón describía el alma humana como un carro tirado por dos caballos, uno impulsivo y salvaje y otro noble, comedido, justo en la pasión y el descanso. El auriga debía equilibrar ambas fuerzas para que el carro, que era alado, pudiera volar. Dejar que el más fogoso de los corceles dictara el rumbo sería placentero, pero sólo al principio, porque su energía, su huida, su acelerador hundido, los estamparía contra el suelo, margen último del aire.
Tenía 16 años cuando escuché esa historia. Yo era el caballo loco, yo bebía entonces el aire caliente de sus ollares, yo perseguía en mis sueños y mis días a todas las mujeres por las nubes de mi delirio. El auriga y el caballo bueno me miraban como se mira a una cucaracha que se encuentra en un rincón y que no se mata por asco. Era adolescente y sólo pensaba en follar porque no follaba.
El tiempo que ha pasado templó mi sangre, este tiempo atemperó los deseos de mi alma, mi alma abierta al mundo como una herida abierta. El tiempo me ha enseñado que el carácter no es eso. El carácter, esa frágil telaraña de andamios que nos sostiene, tiene en su debilidad su mayor fortaleza. Es una decisión, la más importante. La forja, que diría Arturo Barea. El carácter es el amor amargo por lo difícil, por lo correcto, por lo complicado. Es huir del deseo porque el deseo mata o porque uno cree que mata. El carácter no es matar al árbitro sino aceptar sus reglas, su error, su mala fe incluso, abrazarlo todo como se traga un jarabe, como se aprieta en ciertas noches una almohada de espinas.
El carácter es el título de un libro de Libros del Asteroide: Algún día este dolor te será útil. Aún más: el verdadero carácter, el que defiendo, practico y odio con toda la fuerza de mi juventud malgastada, es el que te susurra que ese dolor, que jamás te abandonará, fue desde el principio completamente inútil.